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Historia General de España

TOMO TERCERO - LIBRO SÉPTIMO.

 

CAPITULO V

ALFONSO EL EMPERADOR EN CASTILLA. — RAMIRO EL MONJE EN ARAGÓN. — GARCÍA RAMÍREZ EN NAVARRA.

(1126 – 1137)

 

Ensánchase el ánimo del historiador como debió dilatarse el de los castellanos al pasar del calamitoso y mísero reinado de doña Urraca, al espléndido y próspero de don Alfonso VII su hijo. Joven de 21 años cuando murió su madre (1126), educado en la escuela práctica de los infortunios, juguete inocente desde su infancia de las rivalidades de los magnates, de los rudos procedimientos de su padrastro y de la desacordada ligereza de su misma madre, forzado a actuar sin intención ni voluntad propia en todos los enredos de aquel perpetuo drama, único astro que brillaba puro en medio de las tinieblas de aquel turbio horizonte, destinado por su nacimiento a ocupar el trono castellano, apreciado por las prendas y virtudes que había tenido tantas ocasiones de descubrir en su temprana carrera de vicisitudes y de vaivenes, proclamado años hacía rey en Galicia, monarca nominal primero, copartícipe después en el reino de Castilla con su madre, y el verdadero soberano de hecho en los últimos años de doña Urraca, fue a los dos días del fallecimiento de ésta solemnemente aclamado y coronado el joven Alfonso rey de Castilla y de León en la iglesia catedral de esta ciudad con universal aplauso y contentamiento. Se apresuraron a reconocerle y rendirle homenaje los condes y señores de Asturias, León y Castilla, habiendo pasado luego a Zamora, donde se hallaba su tía doña Teresa de Portugal, y donde un año antes se había armado caballero su primo don Alfonso Enríquez (tan célebre luego como fundador del reino de Portugal), allí fueron a jurarle obediencia los condes e hidalgos de Extremadura y de Galicia. En un pueblecito de la comarca de Zamora, nombrado Ricobayo, celebraron una entrevista el nuevo monarca castellano y su tía la condesa de Portugal, y se estipuló entre los dos una paz por un determinado periodo de tiempo.

No le faltaron sin embargo al joven Alfonso algunas chispas y aun llamaradas que apagar, restos del fuego que en los diez y siete años del reinado de su madre había devorado la monarquía. Negáronse a obedecerle algunos condes, ya resistiendo entregarle las fortalezas que poseían, ya alzando bandera de rebelión en Castilla y en las Asturias de Santillana, bien como parciales del rey de Aragón, bien como antiguos favorecidos de doña Urraca, que acostumbrados a las preferencias de la madre, y aun a la especie de soberanía que a la sombra de aquella privanza habían ejercido en el reino, no sufrían tener que someterse como otros cualesquiera súbditos al hijo. Eran los principales entre éstos el íntimo valido, y al decir de algunos, oculto esposo de la reina, don Pedro González de Lara, y su hermano don Rodrigo González. Fue el joven monarca apagando estos parciales incendios, sometiendo los rebeldes, ocupando sus fortalezas, y tranquilizando el reino, usando para con los sediciosos de más generosidad de la que ellos podían esperar y acaso merecían. Habían logrado los de Lara apoderarse de Palencia a la voz del rey de Aragón y ayudándolos los caballeros de Burgos y de Castrojeriz que estaban por el aragonés. Acudió con presteza don Alfonso, y recobrada la ciudad y cayendo en su poder los díscolos condes, excepto don Rodrigo González que pudo fugarse a Asturias, hízolos encerrar en las torres de León; mas al poco tiempo por intercesión de sus parientes los puso en libertad el magnánimo príncipe como quien no temía a tan impotentes enemigos. Despojado de sus feudos el conde de Lara, y no pudiendo sufrir la abatida y humilde situación a que después de su pasada grandeza se veía reducido, allá se fue a buscar al rey de Aragón, y cuando este príncipe tenía sitiada a Bayona murió de resultas de heridas recibidas en un desafío con don Alfonso Jordán, el hijo de don Ramón de Tolosa, pariente del rey. Así acabó el célebre favorito y amante de la reina doña Urraca, objeto de tantas murmuraciones y celos en Castilla.

Quedaba todavía su hermano don Rodrigo, el fugado de Palencia. Mas toda aquella tenacidad hubo de ceder ante la actitud imponente del rey, que entró devastando a sangre y fuego las tierras y castillos en que aquél se había hecho fuerte. El término de esta expedición, omitiendo las circunstancias menos importantes que refieren algunos cronistas, fue que arrepentido de su rebeldía el de Lara pidió humildemente perdón asu soberano, jurando que de allí adelante sería su más fiel y leal servidor. Correspondió el rey a su humillación con tal generosidad, que para tenerle más obligado por la gratitud, no solamente le volvió a su gracia, sino que le confió la tenencia de Toledo, la más importante de Castilla. Y no le pesó de ello en verdad, porque el honrado castellano fue después uno de los caballeros que hicieron al rey más útiles servicios y le dieron más leal ayuda en las guerras contra los infieles.

Estas contrariedades, y las que por otra parte le suscitaba el rey de Aragón y dejamos referidas en el anterior capítulo, no fueron las solas que tuvo que arrostrar y vencer el joven monarca de Castilla y de León en los primeros años de su reinado. Sosteniendo su tía doña Teresa de Portugal con admirable perseverancia las pretensiones de independencia que no logró ver realizadas don Enrique su marido, continuaba en Galicia después de la concordia de Zamora, no sólo fortificando y guarneciendo sus castillos del Miño, sino levantando otros nuevos, como quien se preparaba, y no con mucho disimulo, a resistir la dominación de su sobrino. Fiaba la de Portugal en el valimiento de don Fernando Pérez, el hijo del conde de Trava, antiguo ayo del príncipe, y en los barones y caballeros portugueses y gallegos con quienes aquél tenía relaciones de parentesco o de amistad. Intimas eran las de doña Teresa y don Fernando, y más de lo que al buen nombre y al decoro de una princesa convenía, y que llevadas a términos todavía más extremosos que las familiaridades que tanto en Castilla se habían murmurado entre doña Urraca y el de Lara, habían de producir no tardando en Portugal disgustos y explosiones más estruendosas que las que habían conmovido la monarquía castellana. La actitud, pues, de doña Teresa movió a Alfonso VII, su sobrino, a ponerse con numeroso ejército sobre Galicia y Portugal. La suerte de las armas favoreció, como era lo natural, al más poderoso, y vióse doña Teresa obligada a reconocer la supremacía del monarca castellano. Ya en aquel tiempo se habían alzado algunos nobles portugueses contra la privanza del amante de doña Teresa, don Fernando Pérez, y en favor del hijo de la condesa, el joven don Alfonso Enríquez, que acababa de ceñir el cinturón de caballero en la iglesia de San Salvador de Zamora, y a quien su madre había tenido hasta entonces en vergonzosa oscuridad y apartamiento de los negocios del Estado y sin consideración alguna en la corte. Hallábanse los parciales del joven Alfonso en Guimaranes, cuando llegó el ejército de Castilla a poner cerco a la ciudad. Convencidos los sitiados de la debilidad de sus fuerzas, declararon en nombre del joven Alfonso Enríquez que se consideraba y consideraría en adelante vasallo de la corona leonesa. Un poderoso y honrado hidalgo del país, llamado Egas Moniz, salió por fiador de aquel reconocimiento y confiado en su palabra Alfonso de Castilla, volvióse para Compostela con el arzobispo Gelmírez que le había acompañado con sus hombres de armas en esta expedición, y que intervino no poco en aquel ajuste de paz.

Cuenta la tradición portuguesa, y juntamente algunas historias, que cuando los sucesos de 1128 (de que nosotros hablaremos más adelante) pusieron el Portugal en manos de Alfonso Enríquez, y este príncipe y los barones portugueses eludieron la promesa y compromiso de Guimaranes con el rey de Castilla, sólo el honrado Egas Mouiz sostuvo lo que había jurado. Y añaden que para dar un testimonio de su lealtad se dirigió llevando consigo su mujer y sus hijos a la corte del monarca, al cual se presentó con los pies descalzos y una soga al cuello como quien prefería entregarse a la muerte antes que dejar de cumplir una palabra empeñada. Grandemente irritado estaba Alfonso VII, mas desarmó su ira aquella prueba inaudita de lealtad, y le dejó ir libre, quedando para él en el concepto de un noble caballero.

Iba de esta manera el nieto de Alfonso VI allanando dificultades, aquietando su reino y haciendo respetar su nombre. Su matrimonio con doña Berenguela, hija del conde don Ramón Berenguer III de Barcelona, celebrado en 1128 en Saldaña, fue principio de la amistad que después tuvo con el conde barcelonés: y la belleza, la dulzura, el talento y las virtudes de esta princesa le dieron pronto un saludable ascendiente en el ánimo de su joven esposo, que nunca tuvo que arrepentirse de seguir los prudentes consejos de la reina. Esta señora y la hermana del rey, doña Sancha, a quien tuvo siempre en su compañía, no menos distinguida e ilustre por su ingenio y altas prendas, eran consultadas por el monarca en los casos más difíciles y en los más arduos negocios del Estado, y guiábanle por lo común con tino y con madurez, y no sin merecimiento y sin justicia dio y mandó dar a su hermana el título honorario de reina, nunca hasta entonces aplicado a las hermanas de los reyes.

La retirada de don Alfonso de Aragón el Batallador como consecuencia de la concordia de Almazán, de que dimos cuenta en el precedente capítulo, desistiendo de sus pretensiones sobre Castilla (1129), fue un suceso feliz que dejó desembarazado al castellano para atender a las cosas del gobierno interior de su reino, como lo hizo ya en las cortes o concilio de Palencia celebrado aquel mismo año, y para poderse dedicar a guerrear contra los infieles, siguiendo en esto las huellas de su ilustre abuelo. Inquietábale, no obstante, ver la fortaleza de Castrojeriz, ocupada todavía por algunos pertinaces aragoneses, y no descansó hasta ponerle tan apretado cerco que forzó a sus defensores a rendírsele (1130). Era ya grande con esto el respeto que a los sarracenos inspiraba el nombre de Alfon-so VII de Castilla: y como en aquel tiempo hubiese muerto el antiguo emir de Zaragoza Abdelmelik Amad-Dola en su fortaleza de Rotal-Yehud, último asilo en su desgracia, su hijo Abu Giafar Ahmed, apellidado Safad-Dola, cansado del humillante protectorado del rey de Aragón en que vivía, y temiendo el disgusto con que sus propios súbditos llevaban su alianza con un rey cristiano, tomó la resolución de reconocerse vasallo del rey de Castilla, cediéndole a Rotal-Yehud con otras plazas fuertes de su ya reducido emirato. Recibióle benévolamente el monarca leonés, y agradecido al servicio que en esto le hacía, dióle a su vez varios señoríos en Castilla y León, desapareciendo de este modo los últimos restos del célebre emirato de los Beni-Hud de Zaragoza (1132), de aquellos belicosos príncipes que tanto y tan heroicamente habían luchado con los reyes cristianos de Aragón.

Los cristianos de Toledo y los musulmanes de Andalucía se hostilizaban mutuamente haciendo repetidas irrupciones en sus respectivos territorios. Tachfin ben Alí era el general que sostenía la guerra en España en nombre de su padre el emperador de los Almorávides. Alfonso VII desplegó en la guerra contra los infieles igual energía a la que había mostrado para la pacificación interior del reino. Una noche se vieron los moros tan de improviso atacados en su campo y con tal ímpetu y bravura, que por confesión de los mismos historiadores árabes «muy pocos Almorávides escaparon de su vengadora espada». El esforzado Tachfin se mantuvo con unos pocos sufriendo con admirable constancia las más peligrosas arremetidas de la caballería castellana, hasta que él mismo herido en una pierna, de que quedó ya imperfecto siempre, dio gracias de poder escapar con vida. El faquí Zakarya, su alcatib, escribió con ocasión de esta batalla una casida de elegantes versos en que le consolaba de su derrota, describía lo horroroso del combate y le daba oportunos avisos y consejos militares.

He aquí algunos de los versos con que el poeta pinta lo recio de aquella batalla;

«Trábase nueva lid, espesos golpes

Se multiplican, recio martilleo

Estremece la tierra, y con las lanzas

Cortas se embisten, las espadas hieren,

Y hacen saltar las aceradas piezas

De los armados, y al sangriento lago

Entran como si fuesen los guerreros

Camellos que la ardiente sed agita,

Cual si esperasen abrevarse en sangre

Que á borbollones las heridas brotan,

Fuentes abiertas con las crudas lanzas...»

 

Orgulloso con este triunfo el de Castilla, juntó a las márgenes del Tajo un numeroso ejército y resolvió hacer una atrevida invasión en Andalucía, a semejanza de la que ocho años antes había hecho su padrastro el rey de Aragón. Su nuevo vasallo el árabe Safad-Dola se ofreció a servirle de guía en su marcha. Dividió el rey su ejército en dos cuerpos para proveerse con más facilidad de subsistencias; a la cabeza de uno marchaba él mismo; guiaban el otro el ex emir Safad-Dola y aquel don Rodrigo González de Lara, el antiguo rebelde de León, Palencia y Asturias, que tal era la confianza que le inspiraban y la fidelidad con que le servían el musulmán recién allegado y el cristiano antes enemigo. Por dos distintos puntos atravesaron la sierra, y juntáronse allá en el suelo andaluz donde los mantenimientos abundaban.

«Era la estación de la siega, dice la crónica de don Alfonso, y el rey mandó incendiar las mieses, las viñas, los olivares y las higueras. Consternó el terror a los Morahitas (los Almorávides) y a los hijos de Agar (los musulmanes andaluces). Abandonaban los infieles las plazas que no podían defender, y se retiraban a los castillos fuertes, a las cuevas de los montes y a las islas del mar. Plantó el ejército cristiano sus tiendas cerca de Sevilla, quemando los pueblos y fortalezas abandonadas: llenaron su campamento de cautivos, de ganado, de aceite y de trigo. El fuego devoraba las mezquitas con sus impíos libros, y los doctores de su ley eran pasados al filo de la espada. De allí pasó el rey a Jerez, que destruyó, y avanzó hasta Cádiz. A vista de esto los príncipes andaluces enviaron a decir secretamente al emir Safad-Dola: «Hablad al rey de los cristianos para que nos libre de los Almorávides; y le serviremos contigo, y reinarás sobre nosotros tú y tus hijos.» Safad-Dola, después de haber consultado con el rey, les respondió: «Andad y decid a mis hermanos los príncipes de Andalucía que se apoderen de todas las plazas fuertes, y hagan la guerra a los Almorávides, y el rey de León y yo vendremos a socorreros.» Pero el rey determinó retroceder en seguida, que no era para contarse todavía seguro en aquellas tierras, y regresó sin descalabro a la comarca de Toledo»

Después de esta famosa algara tuvo el rey que sofocar algunas alteraciones y revueltas que habían movido en Asturias los condes don Gonzalo Peláez y don Rodrigo Gómez, que al fin tuvieron que tomar partido, contribuyendo no poco a la feliz terminación de estas sublevaciones los consejos que don Alfonso seguía recibiendo, así de su esposa doña Berenguela como de su hermana doña Sancha (1133). Y eso que no se mostró el rey el más celoso guardador de la fidelidad conyugal, pues en una de estas expediciones a Asturias aficionóse a una dama llamada Gontroda, hija del conde don Pedro Díaz, «y húbola (dice el obispo cronista) en su poder, y de ella una hija que se llamó doña Urraca, y dio para que la criase a su hermana la infanta doña Sancha.»

En tal estado se hallaban las cosas de Castilla en 1134 cuando acaeció la muerte de don Alfonso el Batallador en los campos de Fraga, que vino a ocasionar grandes mudanzas en todos los reinos cristianos españoles, y a acrecentar el poder del monarca y de la monarquía castellana. Tan pronto como se supo el fallecimiento, juntáronse aragoneses y navarros en Borja, donde celebraron cortes, a que asistieron ya no sólo los ricos-hombres y caballeros, sino también procuradores de las ciudades y villas, o sea de las universidades, como allí se denominaban (primer caso en que hallamos mencionada la asistencia del brazo popular a las cortes del reino), para tratar de la elección de sucesor, sin tener en cuenta para nada el testamento de don Alfonso en que legaba el reino a las tres órdenes religiosas del Templo, del Sepulcro y de San Juan de Jerusalén; que ni siquiera se cuestionó entre los aragoneses ni les ocurrió poner en tela de duda la ilegalidad de tan extravagante testamento. Tenía gran partido entre ellos un rico-hombre nombrado don Pedro de Atares, señor de Borja, a quien algunos hacen biznieto, aunque bastardo, de Ramiro I; mas dos caballeros aragoneses que conocían bien ciertos vicios de su carácter, y a quien tachaban principalmente de arrogante y presuntuoso, tuvieron bastante persuasiva para torcer las voluntades de los unos y bastante maña para agriar é indisponer con él a los otros, y ya no se pensó más en don Pedro de Atares. Fijáronse entonces los aragoneses en don Ramiro, hermano del Batallador, monje del monasterio de Saint Pons de Thomieres, cerca de Narbona. Parecióles a los navarros desacordada proposición la de elegir como rey a un monje, y así por esto como por aprovechar la ocasión de recobrar su independencia y darse otra vez un rey propio, acordaron retirarse a Pamplona, y allí por sí y sin contar con los de Aragón alzaron por rey de Navarra a don García Ramírez, hijo del infante don Ramiro el que casó con la hija del Cid, y nieto de don Sancho, aquel a quien mató en Roda su hermano don Ramón. De esta manera volvieron a separarse Aragón y Navarra después de haber formado por cerca de medio siglo un mismo reino.

Con esto los aragoneses resolvieron definitivamente en las cortes de Monzón colocar la corona de su reino en las sienes del monje Ramiro, y obtenida del pontífice la doble dispensa de la profesión monástica y del sacerdocio, el buen monje no tuvo reparo en trocar el sayal y el báculo por el cetro y la diadema, y en prestarse a añadir el sacramento del matrimonio al del orden, casándose, a pesar de los cuarenta años de hábito, con doña Inés, hija de los condes de Poitiers y hermana del duque de Aquitania. En octubre de aquel año (1134) se hallaba el monje-rey ejerciendo la potestad real en Barbastro.

Mas el de Castilla, que aspiraba a alzarse con una buena parte de la herencia del de Aragón, alegando el derecho que a ello tenía como biznieto de Sancho el Mayor de Navarra, que se había ido apoderando ya de Nájera y de las plazas de la Rioja que habían poseído los monarcas castellanos sus mayores, con pretexto también de socorrer a Zaragoza contra los ataques de los Almorávides, iba acercándose a esta ciudad con poderoso ejército. Ni el de Aragón ni el de Navarra contaban con fuerzas para resistirle, ni tal era su intención tampoco; antes bien conveníales a uno y a otro ganar la amistad del castellano, temiendo cada cual por su parte la guerra que la separación de Navarra amenazaba producir entre navarros y aragoneses. Así no solamente entró Alfonso VII sin resistencia en Zaragoza, donde se hallaba el rey-monje en el mes de diciembre, sino que éste le cedió la ciudad de Zaragoza con toda la parte del reino de Aragón de este lado del Ebro, reconociéndose feudatario del de Castilla y rindiéndole pleito-homenaje. Confirmó don Alfonso como rey a las iglesias de Zaragoza los privilegios que les había otorgado el Batallador, y don Ramiro se retiró a Huesca contentándose con titularse rey de Aragón, de Sobrarbe y Ribagorza, y suponiendo en los documentos vasallo suyo a García Ramírez, rey de Pamplona. Habían concurrido también a Zaragoza el hermano de la reina de Castilla Ramón Berenguer IV de Barcelona, los condes de Urgel, de Fox, de Pallas, de Cominges, el señor de Mompelier,  con varios otros condes y señores de Francia y de Gascuña, y todos hicieron confederación y amistad con el monarca de Castilla. Satisfecho éste con el resultado de su expedición, y dejando en Zaragoza guarnición de tropas castellanas, volvióse a León, donde vino a encontrarle el nuevo rey de Navarra, que deseando tenerle de su parte en las diferencias que preveía con el de Aragón, se hizo también vasallo suyo.

Parecióle a Alfonso VII que quien tenía debajo de sí a tan poderosos príncipes bien podía ceñirse ya la corona imperial. Con este pensamiento convocó cortes en León para la pascua del Espíritu Santo (1135). Celebráronse éstas con toda solemnidad en la iglesia mayor, asistiendo a ellas la reina doña Berenguela, la hermana del rey doña Sancha, don García, rey de Navarra, don Raimundo arzobispo de Toledo, que había sucedido a don Bernardo, con todos los demás prelados, abades y grandes del reino. Tratóse el primer día de negocios pertenecientes al buen régimen eclesiástico y político del Estado. Se verificó en el segundo la solemne ceremonia de la proclamación. Rodeado de numeroso y brillante cortejo fue conducido el rey del palacio a la iglesia de Santa María : le esperaban allí los prelados, magnates y clero: desde la entrada hasta el altar mayor fue llevado en procesión, marchando el monarca entre el obispo de León y el rey de Navarra; pusiéronle con toda pompa el manto y la corona imperial: y las bóvedas del templo resonaron con los cantos de los himnos sagrados y con las aclamaciones de Viva el Emperador. Terminada la augusta ceremonia, acompañaron todos a Alfonso al real palacio, donde el nuevo emperador agasajó a la comitiva con un suntuoso banquete. Al siguiente día se volvieron a congregar los grandes y prelados, y acordaron varias disposiciones sobre asuntos religiosos y políticos, siendo el primero y más importante la confirmación de los fueros y leyes otorgadas por los monarcas anteriores.

Mientras esta superioridad alcanzaba el de Castilla, no era posible que hubiese paz ni concordia entre aragoneses y navarros con sus dos reinos y sus dos reyes, uno y otro precisados a ampararse de la protección del emperador. Miraban los aragoneses la Navarra como una parte integrante de su monarquía; consideraban los navarros a don Ramiro como inhábil para llevar la corona por su profesión, estado y edad; la guerra amenazaba, y hacíanse ya grandes daños en los lugares de las mal deslindadas fronteras. Para poner remedio a estos males acordóse, a instancia y diligencia de los prelados y algunos ricos-hombres amantes de la paz que se nombraran tres jueces por cada uno de los reinos, que decidiesen como árbitros la querella. Se juntaron estos seis jurados en Vadoluengo: el arbitrio que tomaron fue que cada uno de los dos monarcas gobernase su reino, pero que don Ramiro fuese considerado como padre y don García como hijo, y que los términos de Aragón y de Navarra serían los mismos que en otro tiempo había señalado don Sancho el Mayor, a lo cual añaden algunos la incalificable cláusula de que don Ramiro hubiera de mandar sobre todo el pueblo, don García sobre el ejército y los nobles. Por más que esta sentencia, dada sin duda con mejor intención que acierto, dejara vivo el germen de la discordia entre los dos monarcas, ambos manifestaron conformarse con el fallo, y en su virtud pasó el de Aragón a Pamplona para dar seguridad y firmeza al convenio. Recibióle el navarro con toda pompa y solemnidad; mas de la sinceridad y buena fe con que en esto procediera, tuvo muy pronto motivo de recelar don Ramiro, puesto que un caballero fue a avisarle confidencialmente de que aquella misma noche trataba don García de apoderarse de su persona. Fuese o no verdad el proyecto, el rey monje le creyó, y de noche, de prisa, disfrazado y con solos cinco de a caballo que le acompañaran salió de Pamplona como un fugitivo, y caminando toda la noche, llegó al monasterio de San Salvador de Leire, y desde allí con poca detención pasó a Huesca.

Con tal proceder era ya imposible toda reconciliación entre el aragonés y el navarro, y se hizo aún más inminente que antes una ruptura entre ambos reinos. Don García comenzó a disponer sus gentes para la guerra: con objeto de tener a su devoción los caballeros y ricos-hombres, hízoles grandes donaciones y mercedes, y el obispo y cabildo de Pamplona anduvieron con él tan generosos que le franquearon el tesoro de la iglesia para las atenciones de la campaña. Don Ramiro hacía iguales preparativos en Huesca (1136), pero sus excesivas larguezas y liberalidades con los magnates y ricos-hombres a quienes pródigamente había ido dando los lugares y castillos de su reino, lo mismo que sus indiscretas donaciones a los monasterios e iglesias, habían debilitado su autoridad y poder en términos que ni le guardaban consideración los grandes ni respeto el pueblo. Llamábanle, dicen, por menosprecio el Rey-cogulla, y aun cuando se haya exagerado su ineptitud hasta el punto de suponer que cuando cabalgaba, embarazado con la lanza y el escudo, tenía que sujetar y regir con la boca las bridas del caballo (lo cual está en contradicción con los antecedentes que de su vida activa, aun después de monje, tenemos), es no obstante cierto que carecía de valor para las cosas de la guerra y no tenía más habilidad para gobernar un Estado. Por lo mismo no es de extrañar en tan débil monarca que apelase a la protección y amistad del de Castilla, para que le auxiliase contra el navarro, y que en la entrevista que con aquél tuvo en Alagón le cediese a Calatayud y demás pueblos que su hermano el Batallador había conquistado en esta parte del Ebro, conviniendo no obstante en que Zaragoza fuese restituida al señorío de Aragón. Tampoco extrañamos diese en rehenes al emperador, según algunos historiadores afirman, o por lo menos le prometiese para mayor seguridad del asiento, su hija Petronila, con quien el castellano se proponía casar a Sancho su hijo mayor: que el rey-monje había burlado los cálculos públicos, logrando, a pesar de sus años, verse reproducido en una hija, destinada a causar grandes novedades en Aragón y en toda España.

Repugna ciertamente así al genio apocado de don Ramiro como a la resolución que luego tomó de abdicar el cetro y volver a la vida religiosa, el hecho ruidoso y la sangrienta ejecución que algunos autores le han atribuido, conocida con el nombre simbólico de la Campana de Huesca. Cuentan, pues, que habiendo enviado un mensajero a consultar con el abad de su antiguo monasterio de Saint Pons de Thomieres cómo debería conducirse para tener tranquilo el reino y sumisos a los magnates que le menospreciaban, el buen abad hizo entrar consigo en la huerta del convento al enviado del rey, y en su presencia, a imitación y ejemplo de Tarquino en Roma, fue derribando y descabezando las más altas coles y lozanas plantas que en el huerto había, advirtiéndole que por toda respuesta contase al rey lo que había visto y presenciado. Con esto don Ramiro convocó (1136) a todos los ricos-hombres, caballeros y procuradores de las villas y lugares de Aragón para que se juntasen en cortes en la ciudad de Huesca. Congregados que fueron, expúsoles la peregrina especie de que quería fundir una campana cuya voz había de oírse y resonar en todo el reino, a fin de convocar la gente siempre que fuera menester. El proyecto excitó la burla de los magnates aragoneses, pero nadie penetró la oculta y misteriosa significación que envolvía. Desapercibidos fueron concurriendo un día los grandes al palacio del rey, el cual había colocado en una pieza personas de su confianza que ejecutaran su atroz designio. De esta manera, en cumplimiento de sus instrucciones, fueron uno a uno degollados hasta quince ricos-hombres de los más principales, cuyas cabezas hizo colgar en una bóveda subterránea que aun se conserva. El sangriento espectáculo, manifestado al público, hizo, dicen, más moderados y contenidos a los grandes. La anécdota, aun cuando no se apoya en documento alguno histórico fehaciente, podría ser creíble si se tratara de un príncipe más cruel o severo que don Ramiro, o de más ánimo y resolución que él; pero aplicada al rey-monje, y no confirmada por la historia, nos parece inverosímil e inadmisible.

Lo que hizo don Ramiro en aquellas cortes fué anunciar su pensamiento y resolución de desprenderse de una corona tan erizada para él de espinas y de dificultades, y de retirarse otra vez a la vida religiosa y privada, puesto que tenía ya una hija en quien recayese la sucesión del reino. Tratóse en su virtud del casamiento de la infanta, aunque era a la sazón una niña de dos años. Hubiérala dado acaso el débil don Ramiro al emperador don Alfonso que la destinaba para su hijo primogénito, si los aragoneses, que ni olvidaban sus recientes discordias y antipatías con los castellanos, ni querían de modo alguno que el reino de Aragón se incorporase con el de Castilla, no le hubieran persuadido a que la desposara con el conde don Ramón Berenguer IV de Barcelona, que por su valor y sus virtudes, por la inmediación de los dos Estados y por la mayor analogía de costumbres entre los naturales de uno y otro reino, les ofrecía mayores ventajas, suponiendo que así no tendrían tampoco por enemigo al de Castilla atendiendo el estrecho deudo y amistad que le unía con el barcelonés, como hermano que éste era de la emperatriz. Ayudó a estas negociaciones Guillen Ramón de Moneada, senescal de Cataluña y uno de los magnates de más influjo. Decidió, pues, don Ramiro dar su hija en esponsales al conde de Barcelona, y hallándose el 11 de agosto de 1137 en Barbastro se concertó el matrimonio de la infanta doña Petronila con don Ramón Berenguer, dándole con ella todo el reino de Aragón, cuanto se extendía y había sido poseído y adquirido por el rey don Sancho su padre y por don Pedro y don Alfonso sus hermanos, salvos los usos y costumbres que en tiempo de sus antecesores tuvieron los aragoneses, y reservándose el honor y título de rey. En su consecuencia todos los burgeses de Huesca hicieron juramento de obediencia y fidelidad (24 de agosto) al conde de Barcelona y nuevo rey de Aragón. Y más adelante en 27 de agosto y 13 de noviembre hallándose don Ramiro en Zaraooza confirmó de nuevo en presencia de los ricos-hombres de Aragón su abdicación absoluta del reino a favor de don Ramón Berenguer, y para que no hubiese duda en ello le hizo cesión de cuanto le hubiera retenido o reservado cuando le entregó su hija. Hecha esta solemne renuncia, se retiró don Ramiro a San Pedro el Viejo de Huesca, donde principalmente pasó el resto de sus días, no volviendo a tomar parte en los negocios públicos y haciendo una vida retirada y oscura hasta más de mediado el siglo XII en que falleció.  

De esta manera aquel reino que en tiempo de Alfonso el Batallador parecía que iba a absorber en sí todos los Estados cristianos de España comenzó por sufrir con Ramiro el Monje la desmembración de Navarra continuó por hacerse feudatario del de Castilla y concluyó por incorporarse al condado de Barcelona, acabando así la línea masculina de los vigorosos monarcas aragoneses, a los ciento y cuatro años de haber comenzado a reinar el primer Ramiro; todo por haber puesto la corona en la cabeza de un monje, que en el espacio de tres años trocó el sayal v la cogulla por el manto y la diadema, cambió el sacerdocio por el matrimonio, tuvo una hija, la desposó, enajenó el reino y se volvió a un retiro de donde no debió haber salido nunca.

Gran novedad fue para España la reunión de estos dos Estados bajo el cetro de un solo príncipe, y uno de los pasos más avanzados que en aquellos siglos se dieron hacia la unidad de la monarquía. Mas por lo mismo que en adelante habremos de considerar ya a Cataluña y Aragón como un solo reino, necesitamos exponer cuál era la situación de Cataluña antes y al tiempo de verificarse este importante suceso.

Dejamos en el capítulo anterior posesionado del condado de Barcelona a Don Ramón Berenguer III, llamado el Grande, hijo del Asesinado y sobrino del Fratricida. Indicamos también los felices auspicios con que se había inaugurado el gobierno del joven príncipe cuyos primeros años se habían pasado entre sobresaltos y agitaciones. Educado en la escuela de las campañas, animoso de corazón y resuelto, aliado y amigo de los belicosos y denodados condes de Pallars y de Urgel, hízose pronto temible a los mahometanos y contribuyó no poco a  derribar el emirato de Zaragoza tan tenazmente sostenido por los terribles Beni-Hud. El caudillo Mohammed ben Alhag que de orden de Temim había hecho una algara devastadora á tierras de Cataluña (1109), se vio a su regreso sorprendido por los montañeses catalanes en las fragosidades de las breñas y allí pereció con multitud de Almorávides y la mayor parte de los caballeros de Lamtuna que le acompañaban. Enviado luego contra el barcelonés con más poderosa hueste el walí de Murcia Abu Bekr ben Ibrahim, taló los campos catalanes, incendió alquerías, robó ganados y frutos, y devastó de nuevo las comarcas; mas habiéndose juntado catalanes y aragoneses para cerrarle el paso en su retirada, vióse empeñado en un serio combate, en que si no fue del todo desbaratado, por lo menos setecientos musulmanes lograron, al decir de los historiadores árabes, «la corona del martirio»

Un suceso doméstico vino en este tiempo a afligir el corazón del animoso conde barcelonés, a saber, la muerte de su segunda esposa doña Almodis, que le dejó sin darle sucesión. Mas aquello mismo que le afectó como esposo fue ocasión de engrandecimiento para el país y de agregarse nuevas joyas a la corona condal, puesto que quedando en aptitud de contraer terceras nupcias, enlazóse en 1112 con doña Dulcia, heredera de los condes de Provenza, que le trajo aquellas ricas y cultas posesiones, y agregó a Cataluña el célebre país de la gaya ciencia que tan buenos imitadores encontró en los catalanes y cuyo contacto tanto influyó en el desarrollo de la literatura y de la civilización catalana. Coincidió con este suceso la incorporación del condado de Besalú al de Barcelona por muerte sin sucesión de su último conde Bernardo, en conformidad a un pacto anterior. Con esto y con haberse visto forzados el vizconde Atón de Carcasona y su feroz hijo Roger a reconocerse feudatarios del de Barcelona obligándose a servirle y valerle como vasallos, veía don Ramón Berenguer el Grande ensancharse sus dominios con la agregación de pingües Estados, y quedaba en disposición de acometer empresas que habían de elevar muy alto su nombre y su fama. Una feliz casualidad vino a abrirle un nuevo camino de gloria.

La república de Pisa, cansada de sufrir las continuas y molestas incursiones con que la fatigaban los sarracenos de las islas Baleares, resolvió al fin tomar venganza de sus importunos enemigos, y armó una flota para ir a buscarlos a las mismas islas en que se guarecían. El papa Pascual II concedió a esta empresa los honores de cruzada, y en agosto de 1113 se dio a la vela aquella escuadra de voluntarios italianos que de todas partes, como a una guerra santa, habían acudido. Una tempestad los arrojó a primeros de setiembre a la costa oriental de Cataluña, que ellos creyeron ser Mallorca. Difundióse entre los catalanes la nueva del desembarco de aquella gente, y del objeto de su empresa. Ellos también habían experimentado vejaciones de parte de los árabes isleños, y pidieron concurrir a la venganza y ser incorporados en la expedición. El conde accedió a la petición de sus pueblos, y conferenció con los pisanos, los cuales no sólo admitieron por compañeros a los catalanes, sino que dieron a don Ramón Berenguer el mando supremo de las fuerzas. Pasóse aquel invierno en preparativos, y en junio de 1114 tomó la armada el rumbo de las islas. La primera que sucumbió a las armas cristianas fue Ibiza. El 10 de agosto se apoderaron los cruzados del último baluarte, y demolidas las fortificaciones y repartido el botín, izó la escuadra para Mallorca. Desembarcado que hubo el ejército aliado, se dirigió a embestir la capital. Largo fue el cerco, los combates muchos, varios los azares, disputados los asaltos, y sensibles las pérdidas; pero fue mayor la constancia, y el conde tuvo buenas y muchas ocasiones de mostrar allí su denuedo y lo que valía su espada. Al fin, después de pasar muchos trabajos y aun enfermedades en la cruda estación del invierno, a principios de febrero del año 1115 se ordenó el general asalto por tres partes del muro simultáneamente; hasta diez veces fueron rechazados los cristianos, pero ni por eso se entibió su ardor impetuoso; apoderáronse del primer recinto, los demás cedieron ya pronto a su furia; todo fue desde entonces mortandad y estrago, y en medio de la ruina y desolación, y de los ayes y lamentos, y de aquel cuadro de horror y de muerte, un espectáculo consolador y tierno se ofrecía a los ojos de los cristianos, el de los cautivos cuyas cadenas rompían, y que se abalanzaban a llenar de bendiciones y abrazos a sus libertadores.

Grande fue aquella expedición y conquista, y aparece mayor cuanto más se consideran las dificultades de aquel tiempo. Mucha gloria recogió en ella el conde don Ramón Berenguer, no tanto por la parte real de adquisición de un territorio que por entonces no había de poder conservar, como por el influjo moral que adquiría su nombre, por el prestigio que aquel triunfo daba a las armas catalanas, por el impulso y desarrollo que había de tomar su marina, y por la comunicación y tráfico en que habían de quedar con aquellos italianos. Por lo demás ni estos podían mantener lo conquistado, ni la naturaleza de aquel ejército allegado de tan diversas gentes lo permitía, ni lo consentían tampoco las circunstancias de Cataluña acometida en su ausencia y hostigada por multitud de taifas musulmanas. Además que Yussuf no se había descuidado en enviar sus naves al socorro de aquellas islas; y por todas estas razones los cristianos obraron con prudencia en dejar a Mallorca y regresar a sus respectivos países, llenos de gloria, de riquezas y de cautivos moros. Y no por eso fue infructuosa aquella empresa: el orgullo musulmán quedaba abatido, ya no podían infestar los mares con sus piraterías tan a mansalva como antes ; los catalanes comprendieron toda la utilidad que podía prestarles la marina así para las conquistas como para el comercio, y se dieron a fomentarla, y sirvióles no poco para la seguridad de sus costas y para el tráfico mercantil en que habían de ser luego tan afamados.

Supónese el regocijo con que al regreso de tan gloriosa jornada serían recibidos los catalanes expedicionarios. Tenía ya entonces Alfonso el Batallador harto entretenidos a los moros de todas aquellas partes, lo que debió proporcionar al conde de Barcelona tiempo y desahogo para acrecentar sus fuerzas navales, a que le ayudaron sus súbditos con prodigiosa actividad, particularmente los barceloneses. Ello es que a poco tiempo vióse una numerosa flota catalana surcar atrevidamente las aguas del Mediterráneo. En ella iba el conde don Ramón con bastantes prelados y barones, y la competente dotación de hombres de armas. No tardó la escuadra en llegar a Genova, donde halló honroso recibimiento. De allí tomó el rumbo a Pisa; de esperar era que el jefe de la expedición aliada de catalanes y pisanos a Mallorca recibiese allí mayores obsequios. Y en efecto, cuentan las crónicas que al tomar tierra fue recibido en procesión solemne, y que a esta primera acogida correspondieron los ulteriores agasajos. Renovada allí y estrechada la alianza y la amistad con los que una feliz casualidad había hecho antes amigos, envió el conde don Ramón desde Pisa una embajada al pontífice Pascual II solicitando otorgase los honores de cruzada a los que le ayudasen a la guerra que pensaba emprender contra los moros de Cataluña. El papa condescendió gustoso con los deseos del conde, y Pascual II no hizo más que expedir una bula más de este género; que casi le iban haciendo los pontífices el medio ordinario de alentar los cristianos a la guerra.

Contento el barcelonés con el buen éxito de sus negociaciones emprendió el regreso a su patria. A su paso por Provenza halló que la fortaleza de Fossis ó Castellfoix se había rebelado y separádose de su obediencia. Dispuso saltar a tierra con su gente, y de tal modo fue cercada y batida la ciudad por los barceloneses, que tomándola a viva fuerza pudieron proseguir con la satisfacción de no dejar a sus espaldas plaza alguna enemiga. En este tiempo se había enriquecido el condado de Barcelona con otra nueva herencia semejante a la del condado de Besalú. Bernardo Guillermo, conde de Cerdaña, había muerto sin hijos, y con arreglo a la condición con que su hermano Guillermo Jordán le había instituido heredero, pasaba su condado al de Barcelona. Así iban reuniéndose en Ramón Berenguer III los diferentes Estados en que desde el tiempo de los Wifredos andaba dividida Cataluña (de 1116 a 1120).

Aunque el norte fijo de los pensamientos del conde don Ramón había sido siempre la reconquista de la importante plaza de Tortosa, dedicóse primero, por lo mismo que había tenido más de una ocasión de conocer las dificultades de aquella empresa, a asegurar los puntos comarcanos. Fue uno de éstos la célebre Tarragona, que aunque recobrada por su tío, el Fratricida, continuaba arruinada y desierta, expuesta siempre a los rudos ataques de los Almorávides. Ayudóle a su restauración el santo obispo Olaguer, a quien el conde nombró para aquella silla arzobispal, reiterando la donación que á aquella iglesia había hecho su tío de la ciudad y su territorio, añadiéndole Tortosa …. “Cuando la divina clemencia quisiera volverla al pueblo cristiano” El obispo Olaguer pasó á Roma, obtuvo la confirmación del arzobispado, los honores de legado pontificio, y una bula promoviendo la cruzada para libertar las iglesias españolas. La venida de Olaguer, y la alianza con Génova y Pisa alentaron al conde a llevar sus estandartes por las campiñas de Tortosa hasta el pie de las murallas de Lérida. El resultado de este atrevido movimiento fue poner al walí de Lérida en la precisión de celebrar un convenio por el que se le hacía tributario de ambas ciudades, y le entregaba los mejores castillos de aquella ribera: en cambio el barcelonés le concedió algunos honores en Barcelona y Gerona, y le prometió tenerle prontas para el verano siguiente veinte galeras y los barcos necesarios para trasportar a Mallorca doscientos caballos y su servidumbre.

No fue tan próspera la suerte de las armas al conde don Ramón Berenguer en los años que mediaron del 1120 al 1125. Distraído en este tiempo don Alfonso el Batallador con sus osadas excursiones a Valencia, Murcia y Andalucía, quedó solo el barcelonés para resistir a los Almorávides que con el grueso de sus fuerzas se arrojaron otra vez a vengar sus ultrajes en Lérida y Tortosa. Las historias hablan de una desastrosa derrota que sufrieron los catalanes delante del castillo de Corbins entre Lérida y Balaguer, en que de tal modo fueron deshechos los cristianos, que sólo quedaron de su ejército cortas y despedazadas reliquias. A este estrago se añadió la guerra que a don Ramón le fue movida por don Alfonso Jordán de Tolosa sobre el condado de Provenza, y en que tuvo que venir a una transacción, por la que se convino en que se partiesen en iguales porciones la Provenza y Aviñón, quedando por don Alfonso el castillo de Becaire y la tierra de Argencia, concertándose además que cualquiera de las dos condesas que muriese sin hijos fuese devuelta su porción a la que sobreviviera. Hízose este pacto el 15 de setiembre de 1125.

Conocieron ambos príncipes, el de Aragón y el de Barcelona, la conveniencia y aun necesidad de aunar sus esfuerzos para mejor resistir al enemigo común, y al efecto tuvieron una entrevista, en que quedó acordada una unión, que no era sino el principio y anuncio de la que en breves años había de estrechar los dos reinos hasta refundirse las dos coronas. Mutuas eran, si no iguales, las ventajas de esta alianza. El de Aragón, cuyo poder era mayor por tierra, aseguraba sus posesiones y quedaba desembarazado para atender a la parte de Castilla por donde Alfonso VII en aquella sazón se presentaba amenazante. El de Barcelona, más poderoso por mar, quedaba apto para atender a sus aprestos navales y para dar ensanche a la contratación y al tráfico, que se hacía de cada día más activo. Así se encontró bastante fuerte para imponer leyes a la república de Genova, que ya se hallaba en guerra con la de Pisa. Y en 1127 celebró un convenio con Eger, príncipe de la Pulla y de Sicilia, en que le prometió enviarle para el próximo verano una escuadra de cincuenta galeras; argumento grande del poder marítimo que alcanzaba ya Cataluña y del rápido progreso que en corto tiempo había tomado, al cual se conoce bien lo que ayudaba el genio y disposición de sus naturales. En aquel mismo año, no descuidando los negocios del interior, humilló al conde de Ampurias Hugo Ponce, cuyas demasías y altivez obligaron a don Ramón Berenguer a apelar a las armas, y haciéndole pasar por la mengua de ver derribadas las fortalezas que había erigido de nuevo, le forzó a no conservar sino las que la ley le permitía como dependiente del conde de Barcelona.

En la historia de Castilla hemos hablado del enlace que en 1128 celebró don Alfonso VII con doña Berenguela, hija del conde don Ramón Berenguer, cuyo casamiento robusteció también el poder del catalán, y echó los cimientos de las relaciones y alianzas que habían de mediar después entre aquellos dos distantes Estados.

Mas al poco tiempo, debilitado ya el conde por la edad y por las fatigas, enflaquecidas sus manos y faltas de robustez para seguir manejando la espada, muerta ya su tercera esposa doña Dulcia, y presintiendo acaso que se le aproximaba la hora de dejar él también los trabajos de la tierra, en julio de 1129 hizo profesión de hermano templario en manos del caballero Hugo Rigal, que con su compañero Bernardo había venido a aclimatar en Cataluña la orden y milicia del Templo, acompañando la profesión con la donación del castillo y territorio de Grañena, como punto avanzado de la frontera, para que pudiese aquella milicia tener parte en la conquista de la importante plaza de Lérida. Cuando sintió que iba a sonar pronto la hora de bajar al sepulcro, se hizo conducir en una pobre cama al hospital de Santa Eulalia, y en aquel humilde traje y sitio le cogió la muerte en 19 de julio de 1131, al año justo de haber profesado de templario.

Tal fue el fin del conde don Ramón Berenguer III el Grande, el conquistador de Mallorca, el que echó los cimientos de la marina catalana y dio el primer impulso al desarrollo de su industria y su comercio, el que en tan revueltos tiempos se había hecho respetar de las naciones extranjeras, e impuesto duras condiciones a sus naves, el que había traído a Cataluña un tráfico, una literatura y una civilización que había de producir un cambio benéfico en su estado social. A su muerte componíase su Estado de los condados de Barcelona, Tarragona, Vich, Manresa, Gerona, Perelada, Besalú, Cerdaña, Confient, Vallespín, Fonollet, Perapertusa, Carcasona, Rodes, Provenza y numerosas posesiones hacia el Noguera Ribagorzana.

Heredólo todo su hijo mayor don Ramón Berenguer IV, excepto la Provenza, que dejó a su segundo hijo don Berenguer Ramón. Comenzó el nuevo conde de Barcelona muy pronto a acreditar que era digno sucesor de Berenguer el Grande, y mostró su respeto y amor a la justicia, remitiendo, siendo el soberano, a la decisión de un tribunal, presidido por el arzobispo Olaguer, un litigio que traía con la familia llamada de los Castellet, cuyo pleito, atendidas circunspectamente todas las pruebas, se falló en su favor.

Don Ramón Berenguer IV quiso dar cima al pensamiento de su padre, sancionando el definitivo establecimiento de los templarios en Cataluña. Y habiendo promovido el arzobispo Olaguer una de esas asambleas mixtas de religiosas y políticas, llamadas concilios, se determinó en ella la admisión solemne de la milicia del Templo en 1133, que sancionó el conde don Ramón como soberano, dando a los caballeros el castillo de Barbera, en las ásperas montañas de Prados, frontero de Lérida y Tortosa, la más fuerte guarida que conservaban todavía los infieles.

Sucedió al año siguiente la desastrosa batalla de Fraga, en que murió don Alfonso el Batallador, y cuya muerte vino a cambiar la faz de todos los Estados cristianos españoles. Desde la elección de don Ramiro el Monje hemos apuntado ya las relaciones del conde de Barcelona con el monarca de Castilla, la ida de aquél á Zaragoza, sus tratos con Alfonso VII y cuanto medió hasta el casamiento de futuro de la infanta doña Petronila con el conde de Barcelona don Ramón Berenguer IV, y la incorporación de Aragón con Cataluña por la cesión que de sus Estados hizo don Ramiro, que es hasta donde en el presente capítulo nos propusimos llegar. Desde ahora la historia de Cataluña es la historia de Aragón, porque ya constituyen un solo Estado.

 

 

CAPÍTULO VI

MARCHA Y SITUACIÓN DE ESPAÑA DESDE LA RECONQUISTA DE TOLEDO HASTA LA UNIÓN DE ARAGÓN CON CATALUÑA

Del 1085 al 1137